El presente artículo es un capítulo de nuestro libro: "La Limpia en las Etnomedicinas Mesoamericanas", publicado por EAE https://www.morebooks.de/store/gb/book/la-limpia-en-las-etnomedicinas-mesoamericanas/isbn/978-3-8484-7514-8. Versión en lengua inglesa: "The Limpia in the Mesoamerican Ethnomedicines", publicada por Bubok Publishing
Próxima edición del libro en lengua italiana y en lengua francesa.
(Texto protegido con Copyright. Queda prohibida su reproducción sin permiso expreso de los autores).
Para comprender mejor lo
que vamos a tratar en seguida, queremos dar en este capítulo una síntesis de
los rasgos principales de las medicinas tradicionales de Mesoamérica. Parte de
las costumbres, creencias y prácticas mesoamericanas permanecen vivas en las
religiones y creencias indígenas actuales como muchas otras cosas resistentes
al cambio.
Según la tradición mesoamericana, el mundo está
creado y recorrido por sustancias sutiles de origen divino. López Austin (1980)
escribe que los antiguos
mexicanos pensaban que esas esencias o sustancias, almas de todo,
imperceptibles, habían penetrado todos los seres terrestres en el momento de la
creación. Los creadores debían a
estas sustancias su propia naturaleza. En el principio había una diosa
acuática caótica y monstruosa llamada Cipáctli. Dicha diosa se dividió en dos.
La parte de arriba constituyó el cielo, de carácter masculino. La parte de
abajo, la tierra, de carácter femenino. Cuatro pilares–árboles separaron cielo
y tierra para evitar una posible unión de ambos y la re–formación de la diosa.
Los dioses de arriba se juntaron con los de abajo, cometiendo pecado. De ahí
nació el tiempo. El pecado desencadenó un nuevo proceso de creación. De él
surgió el mundo y los seres terrestres. Dioses, árboles y hombres son “caminos
de dioses”, espacios de circulación de flujos o corrientes divinas
(provenientes de Cipáctli). Según López Austin (1980), la concepción
mesoamericana del tiempo original explica la existencia de dos tipos de
materia: una sutil, casi imperceptible o imperceptible y otra burda, pesada,
densa, perceptible sensorialmente[1]. Todos los seres terrestres (animales, vegetales,
minerales) están formados por esos dos tipos de materia–sustancia. El ser
humano, tendría materia densa y alma, o almas, de la misma naturaleza que los
dioses, viniendo del flujo original de la creación. Así es que parte del ser
humano es divina. López Austin (1980) entiende el pecado dentro del cuadro de
las concepciones mesoamericanas, es decir, como la trasgresión de un mandato divino.
Cometido por los dioses, explica López Austin (1980), dicha acción puede
desembocar en un proceso de creación. Cometido por los hombres, subraya,
produce una grave situación de desequilibrio que puede afectar a la familia del
trasgresor o a otras personas pues tal situación tiene carácter contagioso.
COSMOVISIÓN. La cosmovisión de los pueblos originarios
mesoamericanos tiene rasgos esenciales comunes. En síntesis: la característica
peculiar, de eco–esteasiática y que según insignes autores comprobaría la
derivación étnica de las gentes mesoamericanas, es la contemplación de la
interdependencia de los opuestos y del equilibrio que estos hacen originar.
Otra caraterística importante es la afirmación de la ciclicidad eventualmente
renovadora de los eventos: a corto o a largo plazo, cada acontecimiento nace y
se concluye; pero, cuando es sustentado por una acción benévola, la vez
siguiente se mejorará. Un tercer rasgo es la creencia en la influencia
recíproca de las acciones humanas y celestes (cosmico–calendáricas y divinas),
la llamada “relación microcosmos–macrocosmos”: Hombre y universo están conectados
por una mutua atracción por la que los pensamientos y las acciones del hombre
repercuten sobre el universo de la misma manera en que los astros y las
deidades de este último influyen sobre el hombre. Hay, también, la notable
consideración del animismo. Según esto existen fuerzas vagas, impalpables, que
sin embargo animan profundamente las cosas, los hombres y los acontecimientos;
tales son: el Tonalli (con principal
sede en la cabeza[2]), el Teyolía
(en el corazón) y el Ihíyotl (en el
hígado). Además hay las creencias en un universo tripartito: cielo, tierra e
inframundo; comunicar con las divinidades a través del uso de las plantas
psicotrópicas (enteógenas); en fin la influencia del calendario sobre los
acontecimientos humanos, que ocurre con la regulación del flujo de las fuerzas
anímicas de parte del mundo superior hacia nuestro planeta a través de un eje
central (axis mundi, por lo general
representado por el árbol cósmico como la ceiba o el maíz) y los cuatro puntos
cardinales de ésta (Di Ludovico, 2009).
DUALIDAD. De ese principio básico (dual) deriva la
concepción de todas las cosas en la tradición mesoamericana. En la antigüedad
se aplicó la misma visión para las unidades menores de subdivisión de la
realidad amplia. En Asia se ideó un sistema dialéctico para referirse a la
dualidad del mundo, el sistema Yin/Yang.
Con tal sistema se clasificaron y se ordenaron los componentes de la gran
realidad así como los de las realidades menores referidas a la proximidad y al
propio individuo.
De hecho, una de las características culturales de
los pueblos originarios de Mesoamérica es la creencia en la coexistencia
posible, incluso necesaria, de aparentes fronteras, explicada de manera parecida
al sistema taoísta. Ellos conciben, pues, la dualidad como compuesta de partes
complementarias más bien que opuestas, que se compenetran en lugar de
excluirse. Esta dialéctica se aplica a muchos contextos: conceptos
(vida/muerte, seco/húmedo, masculino/femenino, mucho/poco, salud/enfermedad,
etc.), planes geográficos (objetivos: tierra/cielo, este/oeste, etc.; con
niveles simbólicos: mundo/inframundo, humano/universo), seres superiores
(humano/Dios), entes psicosomáticos (mente–alma/cuerpo), ámbito
fisico–filosófico (microcosmo/macrocosmo, línea recta/círculo, etc.), alimentos
y enfermedades (“fríos”/“calientes”), hasta a los dioses. Un resultado
interesante de este tipo de concepto, siendo caracterizado por una coexistencia
antitética, es que muchas veces está contemplada la realidad de un estado intermedio
que nace del balance de los opuestos que lo animan; así que el equilibrio mismo
se ve originado como elemento paradójicamente dinámico (Di Ludovico, 2009).
FRÍO–CALIENTE. En las zonas rurales de México es, de hecho, común encontrar
opiniones de la gente sobre el carácter “frío” o “caliente” de los alimentos y
de las enfermedades. Pese a tales definiciones,
estas calidades no tienen valor térmico. El concepto de la dicotomía frío/calor
adquirió este nombre por adopción de las palabras hipocráticas usadas por los
primeros médicos españoles. Esa dicotomía se fijó fácilmente a la cultura
médica de Mesoamérica ya que fue
directamente trasladada al concepto dualista allí ya existente (de probable
influencia esteasiática). La mayor parte de los estudios conducidos sobre esta
polaridad han insistido en aclarar sus aspectos históricos, antropológicos e
ideológicos, mientras resultan escasos los que interpretan su aspecto
propiamente medico–biológico. Las conclusiones de estos pocos estudios parecen sin
embargo converger hacia la capacidad de los amerindios de discriminar a través
de la sensación gustativa la naturaleza “fría” o “caliente” de los alimentos,
según que éstos sean ácidos o dulces/altamente calóricos; mientras botánicamente
parece ser la cantidad de agua presente en las plantas y la modalidad de su
distribución en el tallo a determinar uno de estos dos caracteres opuestos.
Considerados “calientes” son: los endulzantes, el cacao, la fruta seca, los
alcohólicos y el café, la carne, los condimentos y aromas de sabor denso,
huevos y lácteos. Parece por lo tanto verse un paralelismo con la dieta
macrobiótica, de inspiración china, donde el carácter taoísta Yang de los alimentos es parcialmente
superponible a lo “caliente” mesoamericano, mientras que el Yin a lo “frío”; así, alimentos “fríos”
e Yin son representados por la fruta
agria y por unos mariscos y crustáceos junto al jitomate, patata y pepino. Las
plantas oficinales declaradas “calientes” por los amerindios son aquellas caracterizadas
por un sabor amargo o fuerte al igual que las secas o urticantes o que sirven
para curar las enfermedades consideradas “frías”[3]. Muchas plantas oficinales consideradas, al
contrario, “frías” por los amerindios son aquellas turgentes o que nacen en las
alturas o que sirven para luchar contra las enfermedades “calientes”[4]. Unas enfermedades consideradas “calientes” son:
bronquitis, gripe, las infecciones, las que dan inflamación o fiebre; mientras
las enfermedades “frías” son representadas sobre todo por aquéllas que los
nahuas definían “de origen acuático” (supuestamente enviadas por parte del dios
de la lluvia Tláloc) como los reumatismos (que los primeros cronistas españoles
llamaban “gota”), el edema, el paludismo, además de helmintiasis (lombrices),
cansancio crónico, picadura de insecto y mordedura de víbora (Di Ludovico,
2009).
Algunas apariencias y expresiones de alteración
son vistas por los locales como situaciones complejas, mixtas; tal como se
aprecia también en otras tradiciones (distintas y distantes como las chinas o
norasiáticas) sin que concluyamos que tales semejanzas sean hermanas culturales
de una tradición matriz común. Consideramos esta idea como posible por muchas
razones que vamos explicando a lo largo del libro, pero en ausencia de comprobaciones
directas por imposibilidad de viajar al pasado, tenemos que situarla en el
terreno específico de las conjeturas. Existen, por lo tanto, problemas de salud
y bienestar en las tradiciones de salud de las etnias mesoamericanas y de la
sociedad mestiza caracterizados por hechos en los que se pueden apreciar juntas
situaciones de “calor” y “frío”. Por ejemplo, las consecuencias de una gripe o
un catarro mal curados pueden dar lugar a una situación fuertemente arraigada
de alteración de la circulación hídrica corporal relacionada con una alteración
de las mucosas respiratorias. Pueden aparecer sudores nocturnos, calores y
sofocos no provenientes de variaciones hormonales, sensaciones de presión en el
pecho, la tráquea, la zona de la garganta y el cuello; rinorreas líquidas que
dan paso a mucosidades espesas y amarillo–verdosas con anosmia, dolores de cabeza
alternantes y ubicados en diferentes sitios, heces amarillas, etc. En todo ello
se entiende el concurso de un funcionamiento desequilibrado del hígado y de la
vesícula biliar sin que necesariamente se vean valores sanguíneos alterados en
una analítica convencional (transaminasas, por ejemplo) ni problemas
estructurales y orgánicos (lesiones, inflamaciones, etc.). A todo ello se le
suman rasgos de influencia emocional y experiencial fuerte (proveniente de
algún hecho vivido o de la convivencia familiar o sociolaboral dificultosas,
por ejemplo). Hay “calor” y hay “frío” a la vez. Hay “exceso” y “deficiencia”
al mismo tiempo. Es un síndrome complejo. Homólogamente, en las tradiciones de
salud asiáticas (MTC), se dice que el exceso o defecto de Inn pueden conducir
al Iang y viceversa. En todo caso, hay que determinar qué fue primero si una
situación Inn o Iang (llevadas al extremo) para atender la raíz del problema.
En los grupos originarios oaxaqueños, las situaciones complejas requieren
especialmente de la “limpia”. La “limpia” aclara el hecho, pudiéndose proceder
luego mucho mejor a atender lo “caliente” o lo “frío” de manera específica
según entienda el etnomédico o según requiera la situación. De todas las
maneras, no hay procedimientos estándar ni protocolos tradicionales
generalizables. Cada etnomédico, cada sanador, cada chamán, ven la mejor manera
de solucionar los hechos complejos (que son muchos). Algunos aciertan, otros
no. La “limpia”, sin embargo, es un gran recurso en las situaciones de
alteraciones mixtas. Para el ejemplo antes mencionado (complicaciones de
catarros y gripes, cronificaciones de malestares), tras la “limpia” o las
“limpias” necesarias, los tés de hierbas son muy recomendados (arrastre de
materiales tóxicos corporales hasta su eliminación) acompañados de consejos de
vida, alimentación e higiene equilibradas y sanas. Eliminadas las “raíces
energéticas” (“ojo”, “aire”, “susto”, etc.), la atención natural (basada en los
criterios tradicionales expuestos anteriormente) completará, o deberá completar
la/las atención/es.
EQUILIBRIO Y SALUD. La dualidad de tipo taoísta se
aplica al concepto de salud también; por lo tanto se puede comprender que en
Mesoamérica, al igual que en Asia, surgió una cultura de salud basada en la
visión dual del ser humano, pero no como se entiende en la cultura occidental,
con alma y cuerpo como partes diferenciadas, sino como una unidad
fisico–energética y funcional con distintas manifestaciones y apariencias:
equilibrada (salud, bienestar), desequilibrada (enfermedad). Ese dinamismo
caracteriza la dualidad Yin/Yang como
una realidad alternante susceptible de variar cuando se rompe la estabilidad
(equilibrio Yin/Yang). Las
variaciones funcionales del cuerpo pueden clasificarse como Yin o Yang[5]. Las variaciones físicas o estructurales de la
unidad orgánica, también. Según la medicina tradicional china, un exceso de
trabajo intelectual puede conllevar una bajada más o menos importante del
escudo defensivo, lo que a su vez podrá dar lugar a desarmonías en el plano
físico (dificultades en la circulación de los líquidos, infecciones,
complicaciones posgripales y poscatarrales...). En las medicinas tradicionales
mesoamericanas (tradiciones originarias y tradición mixta) se conserva la
visión dualista, complementaria y compensatoria. Se atienden los problemas de
“frío” con “calor”, los de “calor” con “frío”, los de “humedad” con “sequedad”
y los de “sequedad” con “humedad” (a pesar de que, como expone López Austin
–1984–, dichos conceptos puedan ser autóctonos o adquiridos).
El equilibrio que garantice la salud al ser humano
es a él tanto interior (físico y psíquico) como exterior (instaurado, pues, con
la sociedad y el medio ambiente), tanto superior (cósmico y divino) como
“inferior” (mágico y supersticioso). Como pobladores del planeta, donde todas
las fuerzas cósmicas se enfrentan y colaboran según el ritmo calendárico, es un
deber de los hombres preservar el equilibrio entre ellas. De tal armonía
precaria todo depende, desde la salud de las personas hasta el correcto
funcionamiento de la sociedad, desde el ciclo de las estaciones hasta la
supervivencia del mundo. Se puede, por lo tanto, comprender que la
vulnerabilidad del ser humano es amplificada con respecto a la de los seres
ultraterrestres ya que aquél se encuentra en una posición geográficamente
central, volviéndose entonces un ser ambiguo por su naturaleza. Él vive, en
otras palabras, en un limbo de influencias opuestas de arriba–Cielo y
abajo–Inframundo, que le garantizan, sí, su existencia pero se la hacen
conducir frágilmente. Expresado en términos cósmicos, él oscila en su vida
entre los dos polos que tensan el Universo: el orden y el desorden (uránico,
mental y social), así que en el mundo terrestre el humano vive una situación de
precariedad ya que en cualquier momento puede romperse el equilibrio de los
elementos constitutivos de su persona. Por eso puede enfermar (Di Ludovico,
2009).
En las creencias heredadas, aunque trasformadas
por las influencias de los presentes históricos sucesivos, se guardan ideas de
temor en muchas gentes originarias dependientes o insertas en los sistemas
tradicionales: temor al movimiento de la balanza del bienestar, de la fortuna,
de la tranquilidad, de la paz personal y social–local; temor a que las cosas
den un giro de la mañana a la noche, temor a que las circunstancias se muevan
hacia el dolor, el infortunio, la desgracia y las desdichas. El equilibrio de
los poderes opuestos (en realidad, complementarios) es percibido como una
situación variante y alternante. Nada permanece, todo cambia sin ciclicidad
fija. Difícil hacer previsiones, tan sólo estimaciones. Don Erasto, etnomédico
zapoteco de San Juan Tabaá (Oaxaca), conoce procedimientos de “predicción” con
los granos del maíz; pero su saber se centra en el manejo del sistema
adivinatorio a través del que se pueden “ver” guías del destino de lo que se
está “consultando”. Detrás siempre estará un porcentaje de “azar cósmico”
relacionado con la ubicación del propio destino humano en ese espacio
geográfico impreciso, variante y oscilante entre los polos
opuestos–complementarios de las fuerzas superiores que todo lo rigen y todo lo
ordenan y controlan. En este sentido, también existen creencias relacionadas
con “caprichos” del “destino” o de los entes superiores. Ser el objeto de
interés de ellos para muchos originarios mesoamericanos no es bueno pues el
humano puede convertirse en “moneda de cambio” o “terreno” de “conflicto” de
los propios seres superiores entre ellos. En todo caso, siempre lleva las de
perder (según una visión ligeramente pesimista).
El pensamiento mesoamericano corrobora la
importancia, para garantizar la salud, de mantener un estado vital controlado y
balanceado, de apagar los excesos conservando una condición de aurea mediocritas en cada circunstancia
y en cada contexto: en la comida, en la actividad sexual, en las relaciones
interpersonales, en el trabajo, en el sueño, etc. (Di Ludovico, 2009).
Frente a una acumulación de lo que llamaríamos “suciedad metabólica”, la mayoría de
los etnomédicos que conozco recomiendan un desbloqueo de los canales de
eliminación así como una reactivación de la circulación hídrica y un
reequilibrio hidrico–térmico. El baño temazcal es el medio idóneo para tal
menester.
ENFERMEDAD Y CURA. Como ya hemos dicho, el equilibrio
que garantiza la salud del humano es tanto interior (físico y psíquico) como
exterior (instaurado, pues, con la sociedad, el medioambiente y lo celeste).
Así que la enfermedad, según tal cosmovisión, puede surgir de la ruptura de ese
balance por incumplimiento de las reglas con su hábitat general implicando
cosmos y divinidad(es), pues los originarios mesoamericanos declaran una visión
holística del ser humano. Según ella, como reiteramos, el hombre es concebido
como un conjunto relativamente indisoluble de componentes: somática (cuerpo) y
psíquica (mente, afectiva–emocional) junto a la del Tonalli; sumándose a este aspecto intrínseco el extrínseco: el
mundo superior (cosmos, calendario, dioses, etc.) y las creencias
(supersticiones, magia, etc.).
La relación
microcosmos–macrocosmos se instaura entre él y el universo (divinidades
incluidas), al igual que entre sus partes (órganos) y los astros. El nivel
horizontal hace enfrentar al hombre con sus parecidos, con lo social, y con el
entorno natural. De estas consideraciones estructurales se puede comprender
cómo para los indígenas se vuelven fundamentales, para guardar la salud, el
amor hacia el otro y hacia sí mismo, hacia los dioses y hacia la naturaleza, el
cuidado de sus pensamientos, el temor a la magia y el respecto a la influencia
calendárica–astral. Por esto las etiologías nosológicas pueden ser muchas y
múltiples, tales como: daños orgánicos, trastornos mentales, problemas
sociales, alterada relación con la naturaleza, falta de religiosidad, envidia,
“susto”, “mal aire”, “mal de ojo”.
Queremos
profundizar en este párrafo el concepto anímico de Tonalli, que ya hemos nombrado. Una visión estrictamente cristiana
católica ha traducido impropiamente la palabra nahua “Tonalli” (o “Tonal”) en
“ánima” o “espíritu” o, con esfuerzo sincrético, “sombra”. El Tonalli lo podemos interpretar, más
bien, como una especie de aura que nace de la cabeza, rodea el cuerpo siendo
parte suya al mismo tiempo; divina energía, soplo sagrado, fuerza vital,
inteligencia sabia, principio esencial que resiste a la muerte y que da a su
poseedor índole y destino, libre voluntad hasta conciencia. Fisiológicamente,
según las referencias originarias, el Tonalli
se separa de la parte somática en el momento del orgasmo, en la actividad
onírica y en caso de embriaguez. Aún más las cosas al parecer inanimadas tienen
su Tonalli (subatómica vitalidad,
digamos); también con este sentido podemos conceptualmente asimilarlo al
asiático Qi; en realidad a una parte
del Qi esencial ya que Qi también es la materia física y la
organización y conjunto de leyes del mundo newtoniano. En la tradición de la
MTC se dice por ejemplo que los que llamamos órganos como el corazón, el
hígado, el pulmón, el bazo y el riñón tienen sus “esencias” (Qi) o entidades psíquicas asociadas, de
naturaleza sutil (podríamos decir cuántica o incluso subcuántica). Esos
“espíritus” asociados o unidos necesariamente a los citados órganos son: Shen, Hun, Po Yi, Zhi y todos dependen–derivan
del Shen general individual (mente de
cada persona, identidad diferenciada de la de otro ser pero formando parte del Qi universal).
En las páginas anteriores hemos hecho referencias
a dos importantes enfermedades de nosología indigena de Mesoamérica: el “susto”
y “aire”; aquí queremos explicarlas mejor.
En el marco nosológico
mesoamericano, la palabra “susto” tiene un valor semántico más profundo de
aquello simple y sinonímico de “espanto”; de hecho, puede parafrasearse como
“estrés postraumático”, la misma enfermedad que según la psiquiatría padece una
persona después de haber sufrido un accidente chocante o un luto doloroso. Esto
va a causar la pérdida del Tonalli
(hoy llamada, por sincrética traducción, “pérdida del alma” o “pérdida del
espíritu”), que consiste clínicamente en depresión nervosa, cansancio,
insomnio, pesadillas u otras molestias funcionales (no orgánicas) (Di Ludovico,
2009). Mis informantes oaxaqueños me lo describieron (con otras palabras) como
un problema resultante de la interacción con el medio (físico, social y cultural–simbólico),
para gentes pertenecientes a los grupos originarios o a la sociedad mestiza. El
“susto” provoca reacciones variadas, pero las personas afectadas van
languideciendo poco a poco, pierden interés por comer, por beber, por la gente,
por las cosas. Están tristes, adelgazan o se inflaman; a veces se desazonan,
les cuesta respirar, tienen miedos y pierden el hilo de relación con su
comunidad. Se dice que un lugar, una circunstancia, personas, un animal, un
fenómeno meteorológico (entendidos como seres con capacidad para influir sobre
las personas y sobre las cosas), etc., les han robado, o han hecho que pierdan
el alma o el constituyente anímico–energético–vital capaz de mantenerlos unidos
al mundo y operativos en su grupo. Algunos de mis informantes etnomédicos
aseguran que el “susto” no curado puede evolucionar terminando en la muerte del
paciente. Opinan también que los remedios occidentales son en su mayoría
ineficaces cuando se trata de “susto”; y que sólo la hábil intervención del
especialista o de otra persona conocedora de los procedimientos tradicionales
de atención pueden parar la evolución y/o solucionar el problema. Dentro de la
clase científica mexicana también hay quienes hablan con gran respeto del
“susto”, bien por haber padecido experiencias personalmente, bien por haberlas
visto en personas próximas. Mis informantes me relataron algunas de ellas sin
tener una explicación logico–científica para los hechos narrados.
El
“aire” es otro problema de nosología indígena: tiene el sentido de “soplo
energético”, “mágico aliento” frecuentemente de connotación negativa (“mal
aire”). Consiste, pues, según las tradiciones locales, en la afectación de la
persona por “energías” provenientes de miradas–pensamientos, de la tierra, de
la proximidad a áreas malsanas, aguas estancadas, basuras o espacios
calificados de impuros o perjudiciales desde el punto de vista tradicional
(simbólico). De hecho, cuando se adquiere con las miradas malas de las gentes,
el mal “aire” coincide con el “mal de ojo”. Puede pensarse bien o mal de quien
se mira. En todo caso, esos pensamientos pueden trasladarse como “energías”
produciendo “aire”. Lilian Scheffler dice que el “mal aire” se adquiere al
pasar cerca del panteón o si una persona, por causar mal, pone huesos de muerto
o tierra del cementerio en la casa y también se cura con “limpias” practicadas
por especialistas (Scheffler, 2003: 28).
En la cura, casi siempre, de todos modos, se da
suma importancia al aspecto religioso, ya que hay la creencia de que al final
lo que quiere Dios (o, politeísticamente hablando, las divinidades) influye
sobre lo demás. De tal manera, un simple dolor de cabeza no es visto sólo como
un simple mal de cabeza sino como una molestia que ha podido ocurrir por varias
razones, frecuentemente conjuntas, cuya resolución necesita de todos modos la
ayuda de Dios. El ser humano, finalmente, no depende de lo que use para
reequilibrar la balanza sino de lo que Dios diga o decrete para él y para su
futuro. Si la divinidad decide que se salve, el humano encontrará los medios
para salvarse. Si la divinidad decide que muera, ningún medio, tradicional o
moderno, lo librará del “fatal” destino (o designio). Así es que, ¿qué hacemos
aquí?, según las creencias tradicionales. Acongoja meterse en ese contexto de
pensamiento. Somos, como decían los antiguos amerindios, simples “caminos de
dioses”, “pasos de esencias superiores”, “estaciones de resposo o de cambio” en
las que las potencias divinas “reponen fuerzas” antes de seguir su camino. Así
lo entendían los aztecas y otros pueblos locales cuando hacían morir a los
“encarnados divinos” para ayudar a renacer a los dioses que vivían en ellos (o
en los que se convertían temporalmente). Era necesario ayudar al dios,
matándolo; o dicho de otra manera, acabando con la vida del soporte humano que
lo albergaba (o con el que se había fundido). Y había muchos tipos de muerte,
dependiendo de las fechas del calendario y de las celebraciones. También
dependían los modos de dar muerte a los “desdichados” soportes humanos de la
importancia del dios, de sus funciones y de otros matices de la compleja
organización y estructura de los sacrificios. Todo estaba “escrito” y
tipificado. Nada, o muy pocas cosas, se dejaban al azar. Los ciclos y los
cielos mandaban y con ellos los rituales tantas y tantas veces celebrados. Los
oficiantes encargados de dar la muerte tenían un profundo conocimiento del
cuerpo humano por lo que, si lo deseaban, podían hacer su trabajo minimizando
el dolor y el sufrimiento del sacrificado. Se utilizaban productos adormecedores
como el vino de agave (pulque) para determinados candidatos o circunstancias.
Los sacrificios humanos eran espectáculo en tanto y cuanto congregaban a las
gentes a presenciarlos. Pero eran, esencialmente, procedimientos técnicos,
“limpias” especiales con las que producir la muerte necesaria para renacer y
así ayudar a perpetuar el movimiento constante de la “renovación” obligada y
continua (“eterna”) del contexto divino. Esas “limpias” de sangre y con sangre
nos repugnan desde nuestra perspectiva actual; sin embargo, eran para los aztecas
una “necesidad” movida por el miedo a qué ocurriría si se detuviese el ciclo de
la renovación muerte–renacimiento. Los dioses debían estar atendidos en todo
momento, y había muchos. Se necesitaban, pues, muchos humanos para ofrecer.
Algunos, como hemos dicho, convirtiéndose en dioses momentáneamente (ya que no
se podía dar muerte a un dios de otra manera que a través de la corporeidad humana);
otros, para ser ofrecidos pidiendo ayuda, clemencia o tranquilidad a dioses más
“enfadosos” e “irascibles”. Algunos candidatos eran locales; otros, capturados
en las luchas y guerras con los vecinos. La finalidad de la guerra era
conseguir “prisioneros”, material humano para cumplir con las festividades
sagradas y los rituales necesarios.
La vida humana, física, como objetivo, el trabajo
por conservar la integridad estructural del cuerpo, eran también fines nobles y
de primer orden dentro de la organización social de los aztecas. Incluso se
utilizaban todos los medios al alcance para ayudar a sanar a un candidato a
sacrificio, sobre todo si era un “encarnado” de nacimiento, cuidado, atendido,
mimado y alimentado a lo largo de su existencia terrenal para llegar al momento
de ser muerto en una fecha concreta y así liberar al dios que representaba o
que era (dentro del “olvido humano”). Sin embargo, no estaba reñido lo uno con
lo otro. Por encima de todo estaban los sacrificios, dentro de los que ubicamos
ese principio de la “limpia” expresado de manera muy clara en el baño temazcal:
eliminar lo viejo para hacer aparecer lo nuevo del ser; quitar los males que le
entoropecen avanzar por el camino hacia la “renovación”, con muerte real en
tiempos aztecas, con “muerte” simbólica posteriormente y en nuestros días. El
Códice Florentino de Sahagún abunda en detalles sobre esas prácticas y las
normas que las regían en época prehispánica. Y en la sociedad azteca se
aprovechaba todo. No se desperdiciaban los cuerpos de los matados, que eran
reclamados o adquiridos por personalidades o familias para realizar banquetes
en casa y festejar el día alimentando a los invitados, familiares y amigos
congregados.
La vieja idea, pues, del concurso divino en el
bienestar humano sigue presente entre las gentes de las etnias mesoamericanas
como hemos comprobado; incluso traspasada a las tradiciones de la sociedad
mestiza y urbana. Hacemos aquello que se
nos permite hacer, señalan algunos etnomédicos oaxaqueños refiriéndose a la
relación con las “esferas superiores”. Por
eso necesitamos incluir en muchos de nuestros trabajos rezos, peticiones, ofrendas y toda clase de signos que llamen
la atención a Dios, Santa María y los santos para que nos concedan lo que les
solicitamos.
Comenta Don Isaías, por ejemplo, que en última
instancia, si morimos pues tampoco pasa nada; volvemos al origen, allá de donde
vinimos, al Padre. No hay que tener miedo,
señala. En la tradición mestiza que representa ese sanador, ¿no vemos algo
cercano a lo que se puede leer en el códice de Sahagún y que hemos resumido
brevemente en las líneas anteriores? Morir, volver al origen, regresar al Padre.
Nos habla Don Isaías del ciclo vital superior (ciclo de vaivén). En él se dan
varios tipos de “muerte”: la de las enfermedades que como obstáculos hay que
eliminar porque impiden al humano seguir su camino; y la muerte física, final
del trayecto marcado para cada uno en este mundo según las creencias
tradicionales. Aquí las enfermedades (cuando la persona muere por ellas)
cumplen el papel de “matadoras”, necesidad para “limpiar” otra cosa y volver al
principio; y así una y otra vez. “Limpiar” para Don Isaías es acabar con algo,
si se dicide en las esferas superiores, que debía “morir” (la propia enfermedad
como ente) permitiendo al enfermo liberarse y renovarse para seguir el trayecto
de su vida hasta que la “otra muerte” lo libere para “otros menesteres”.
PLANTAS.
La cura tradicional con las plantas medicinales (llamada “etnofarmacología”) en
Mesoamérica obedece a múltiples parámetros. Después de dar un diagnóstico de
enfermedad orgánica, de parte da la gente común el uso de las hierbas es
principalmente propuesto de manera alópata (fitoterapia), donde la elección de
la plantas a usar es de tipo empírico en el sentido de experimental. Pese a
esta frecuente evidencia, las plantas empleadas pueden ser elegidas según la
naturaleza “fría” o “caliente” de la enfermedad, la parte del cuerpo afectada,
el día y el contexto en que esa enfermedad ha surgido. Pues este enfoque no
resulta exactamente correspondiente a la alopatía actualmente entendida, pero
sí la supera ya que mejora la elección vegetal volviéndola más específica a
cada caso clínico aunque se trate del mismo sujeto (en momentos o casos
diferentes). La planta medicinal es, por lo tanto, concebida como aportadora,
al cuerpo, de un salutífero mensaje energético, de una especie de vibración
sanadora, un poco como acontece según la moderna floriterapia; aun más, siempre
según la cosmovisión meramente indígena, al vegetal se le otorga un valor
panteísta, como si fuese impregnado de lo divino, de ese espíritu que vibra en
todas cosas aunque de apariencia no animada (Di Ludovico, 2009).
María
Alice Campos Freire expresa (en el libro de Carol Schaeffer, 2008: 115): Incorporar las propiedades de la planta a
una píldora es mucho menos efectivo que utilizar la planta en su estado natural
porque la fuerza vital de la planta, un elemento esencial para la curación, se
destruye con el formato de la píldora.
La fuerza vital a la que se refiere María Alice, representante del Santo
Daime en la serva amazónica es esa energía superior que anima todo lo creado y
que cobra carácter especial en cada ser (persona, animal, planta) y en cada
cosa (minerales, espacios naturales, espacios humanos, etc.), pero que no se
trasfiere a los productos elaborados por la industria farmacéutica al parecer.
Ésos, pueden tener sus propias “ánimas” aunque no conozco estudios al respecto.
No
es, pues, infrecuente que en las etnomedicinas mesoamericanas los informes
sobre las causas de unas enfermedades se busquen a través de la intervención
del mundo espiritual, sobre todo cuando se sospecha que el origen del malestar
es divino; en este caso, se vuelve práctica común que el terapeuta religioso
(chamán en primis) use plantas[6]
capaces de alterar el estado de su conciencia para que él pueda hacer
filantrópica incursión en el universo trascendente donde pedir a Dios el cómo y
el por qué del aciago acontecimiento. Otras plantas son donadas en ofrendas o
en ocasión de liturgias, otras tienen finalidad adivinatoria. En estos casos,
diferentes pero todos dirigidos a preservar de manera religiosa el estado de
bienestar, el mundo vegetal se vuelve mediador entre el hombre y lo divino,
tanto para agradecerle o halagarlo como para conocer. Cuando, por otra parte,
la sospecha de una enfermedad es la magia, el paciente o sus familiares se
orientan especialmente a un curandero que proponga como cura una “limpia” hecha
significativamente con rezos y hierbas. De todos modos, debido al hecho de
otorgar, tanto por parte de la pagana religiosidad indígena como de la del
ibérico estado eclesial, suma importancia al aspecto religioso, casi siempre en
tierra novohispana se dan propuestas terapéuticas que tomen en cuenta lo
divino, sea de forma sincrética o de forma meramente pre/pos–conquista. Hoy,
después de quinientos años de compleja integración con los aportes europeos, son
de hecho rodeados por una nueva flora, que ya ha adquirido un carácter de
nacionalidad, aquellos muchos árboles y plantas medicinales autóctonos,
vestigios de un antiguo paraíso, cuyo cultivo permitió la realización de mercados
para el ejercicio formal de la medicina indígena, y que hace tiempo brotaban
maravillosamente de jardines admirables y de colecciones escrupulosamente
cuidadas (Di Ludovico, 2009).
CONCLUSIÓN. Como conclusión, podríamos pensar
muchas cosas sobre la enfermedad, el bienestar y la cura en el contexto de las
tradiciones mesoamericanas. Mejor nos ceñimos a lo que encontramos en libros
como el códice Florentino (hablando de época azteca) y a lo que nuestros
informantes locales nos cuentan. Es complejo y difícil para nuestras mentes occidentales
y científicas. Haciendo un ejercicio de humildad tal vez podamos acercarnos a
comprenderlo a través de interpretaciones próximas a las de los informantes
(dadas por “traductores culturales” colaboradores que conozcan ambas culturas y
ambos mundos). En todo caso, creo, esa misma comprensión es experiencia, lo que
implica la posibilidad de obtener una variedad de relatos provenientes de
distintos observadores externos, válidos todos ellos desde la óptica
antropológica si son honestos y se usan para contrastar con otros con el fin de
obtener las interpretaciones (nuestras, finales) más próximas a lo que los
miembros de las culturas que estudiamos nos cuentan. Lo que está claro es que
lo que nosotros entendemos como una mala digestión sin más por comer demasiado
o con prisa o por comer determinadas cosas, no es igual a lo que un miembro de
una sociedad tradicional entiende, apoyado en su llamémosla cultura de la
salud. Hemos tenido ocasión de comprobarlo. E incluso hemos hecho experimentos
constatándolo. En nuestro contexto (occidental, racional, científico),
excluidas otras causas y no viéndose más implicaciones, la “culpa” del mal, por
así llamarla, es nuestra actitud (interacción nerviosa si comemos con prisas) o
una mala elección de la comida, o un empacho sin más. En el contexto de
nuestros amigos (mesoamericanos) puede ser eso y algo más. De este “algo más”
es de lo que hablamos a lo largo de todo el libro, junto con otras cosas.
[1] En aparente acuerdo a los dictámenes de los dos
tipos mayores de física: aquélla cuántica por lo invisible/subatómico, la otra
clásica por lo cotidiano/macroscópico. Regidas por leyes diferentes, parecen no
tener puntos de contacto pese al obvio sustrato microscópico de lo visible,
otorgando así una relación paradójica (occidentalmente hablando pero no según
los nativos amerindios) entre la materia imperceptible y la observable.
[2] Principal entidad anímica, especie de aura. Véase en seguida.
[3] Ejemplos son: el ajenjo (Artemisia absinthium), las mentas (Mentha piperita, citrata,
sativa), el epazote (Chenopodium ambrosioides), los toloaches
o floripondios (Datura/Brugmansia spp.), el tabaco (Nicotiana tabacum), el café.
[4] Entre estas: la hoja santa (Piper sanctum), el atomate (Physalis
philadelphica), el tepezcohuite (Mimosa tenuiflora), la siempreviva (Sedum dendroideum), la bugambilla.
[5] Meras maneras discursivas, modos de comunicación
y de comprensión de la realidad; procedimientos dialécticos de organización de
lo que llamamos realidad objetiva en el pensamiento.
[6] Como ya hemos expuesto, son llamadas “enteógenas”
(“de las cuales surge lo divino”, “que sacan lo divino que está en nosotros”) o
comúnmente “alucinógenas”.