Los seres humanos creamos culturas. Observamos, pensamos, imaginamos, obramos, comunicamos nuestras experiencias... Somos variados. Construimos nuestra "realidad". Fabricamos opiniones y maneras distintas de narrar nuestras vivencias. Este espacio expone estudios y trabajos del campo de la antropología del bienestar y la salud así como de la antropología de la naturaleza, sus componentes y sus leyes mostrando diversas concepciones y acciones que en esos terrenos se pueden dar y llevar a cabo en las culturas y sociedades del mundo.

Foto: "Águila peleando con serpiente". Tatuaje clásico del artista: Alvar Mena (La barbería tatuajes. Salamanca)

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SEGUNDA ETAPA

martes, 4 de octubre de 2011

SALUD REPRODUCTIVA INDÍGENA (II). La opinión de los parteros (grupo zapoteco, Oaxaca). Por: A.J. Aparicio Mena.

El texto siguiente está extraído del libro: Cultura Tradicional de Salud y Etnomedicina en Mesoamérica", de Alfonso J. Aparicio Mena, publicado por Trafford: http://anthropologiamundi.blogspot.com/p/publicaciones.html
En él mostramos el punto de vista del partero D. Alfonso Castellanos, médico zapoteco para quien el significado de la vida va bastante más allá del dato biológico. D. "Poncho" y otros etnomédicos tradicionales consideran a las personas y su medio (social, natural y cultural-creencias) como un todo, una gran burbuja llena de conexiones y relacionada también con el pasado. De la equilibrada relación de la persona con lo social, lo natural y las tradiciones ancestrales depende no sólo el presente de ella y su grupo sino el futuro de las distintas colectividades basadas en líneas de progreso propias y distintas de las de la cultura occidental dominante. Tanto las parteras y los parteros de los grupos originarios como sus gentes, en especial las mujeres, manifiestan la necesidad de mantener, proteger y apoyar las formas ancestrales, los modos y los conocimientos que permitían y siguen permitiendo que el "nacimiento" no sea sólo el hecho de paso del parto sino la realización de un hecho ligado también con aspectos digamos "no tangibles" unidos a las personas a través de un "hilo" que sólo los que conocen las tradiciones y se mueven por ellas pueden seguir. El parto tradicional es, pues, un "fenómeno complejo" a nuestros ojos; y son los miembros de los grupos tradicionales los únicos que pueden explicárnoslo.

"...Desde la plaza de la localidad, ascendiendo por la calle central y bajando luego por una escalera rudimentaria, se llega a una casita rodeada de ciruelos y otros árboles. Es la vivienda de D. Poncho. El médico tradicional me recibió allí todas las veces que nos reunimos a hablar y cambiar impresiones e informaciones de uno y otro  lado del océano.  Su casa es sencilla, con aperos de labranza, recipientes de maíz y sacos para guardar el grano. Al lado está el consultorio, un cuarto adaptado y preparado para atender a su clientela. La sala cuenta con una mesa de despacho, sillas modestas y una camilla fabricada artesanalmente. En las paredes, pósters alusivos a la salud. Sobre su mesa de escritorio y en una estantería posterior, el partero tiene sus libros, cuadernos de notas y publicidad de productos farmacéuticos. Es médico tradicional indígena pero forma parte de una generación nueva y diferente en la que se fusionan los conceptos tradicionales zapotecos con los populares hispánicos y los modernos alópatas. El resultado es una visión holística de la salud y de la enfermedad; y un concepto del bienestar basado en el equilibrio, como en la tradición antigua, pero incorporando elementos y componentes nuevos de la sociedad global. D. Alfonso es evangelista, lo que le hace tener una perspectiva nueva de la cultura indígena, diferente de la percepción católico-tradicional de la mayoría.
Desde el punto de vista antropológico, me parece importante resaltar la visión de este etnomédico pues se inscribe en un fenómeno relativamente nuevo en Mesoamérica, el del Evangelismo, fenómeno que está variando las cosas en torno a la cultura tradicional y a la idea de vida en las comunidades indígenas. Desde dentro de ese contexto religioso, la visión de salud como el resto de imágenes, símbolos y percepciones de la cultura indígena van a variar. Es por lo que me pareció importante conceder un espacio a esta óptica, nueva en el panorama de la salud tradicional, y nueva en el panorama de la cultura indígena en general.
He aquí algunas opiniones del médico tradicional, extraídas de diferentes encuentros.

-(p)¿Qué opina de la medicina tradicional?

-Yo manejo medicina tradicional y medicina alópata. La medicina tradicional es la que resulta de seguir los usos y costumbres tradicionales de la gente. Usan plantas, usan fumadas, usan todo lo que se refiere al área botánica, pues. En eso estoy yo también involucrado.

D. Alfonso empezó a trabajar en 1973. Empezó con medicamentos alópatas. Luego entró a la medicina tradicional pues se dio cuenta que la gente no podía pagar los productos de patente. Descubrió las plantas medicinales y sus posibilidades terapéuticas. Estudió las tradiciones alimenticias indígenas y se dio cuenta de la importancia de la medicina tradicional para una comunidad. Las plantas medicinales, los alimentos tradicionales usados de forma especial, correctora, son más que medicamentos, según él. Señala que en la medicina tradicional no se usa la química. Los productos no están pasados por un laboratorio. Dice que la gente dejó las plantas medicinales en 1930 y que en la década de los 70 volvió a ellas. Señala que tradicionalmente se pasan los conocimientos de abuelos a nietos, pero se han perdido nociones y usos de las plantas.
Para D. Ricardo Alberto Castañeda (1999), médico tradicional del Estado de Puebla, y uno de los impulsores de la medicina tradicional mexicana hoy, en tiempos de sus abuelos, casi todos los padres de familia conocían los medicamentos naturales para curar a sus hijos. Pero la llegada de la medicina de patente ocasionó el olvido de las hierbas.
D. Alfonso me habló muy bien de la guayaba, con cuyas hojas (en infusión) atiende la diarrea.
Su tecito, una tacita, 2, 3 veces a la noche y ya se le quita la diarrea, puntualiza. Pero la gente prefiere medicamentos, aunque le cueste. Comenta que ahora, en la región, las personas se han alejado de la botánica y que él intenta reeducar en la tradición de las plantas a sus clientes-pacientes. Pero ve las plantas desde un punto de vista más naturalista, cercano al concepto de la tradición naturista y naturópata occidental. Le comento que en la tradición zapoteca, cada planta tiene su espíritu, y cada energía una función. Se muestra de acuerdo, pero se centra en las energías como capacidades naturales, no tanto como espíritus. La gente le cuenta modos y maneras de utilizar las plantas para los diversos problemas. Cuando hablamos de las limpias, él se centra en su significado sobre la piel más que en el aspecto ritual tradicional de la limpieza espiritual. Sigue diciendo que es necesario investigar y conocer las características curativas de las plantas. Eso para él es muy importante. Expresa: La comunidad ha vivido siglos con sus plantas medicinales, pero uno muchas veces es nuevo en esto. D. Poncho busca información en los ancianos quienes le transmiten conocimientos en zapoteco. Lo importante para él es que no se pierda el saber antiguo, que enfoca desde una perspectiva de terapéutica naturalista, es decir, la utilización de plantas medicinales para tratar problemas de salud y ayudar a mantener alejada la enfermedad, sin otra perspectiva espiritualista. Según D. Poncho, cada planta tiene una parte que se usa (flores, frutos, raíz, hojas), y cada preparado tiene su forma de hacerse. Sí, ahí estamos trabajando, exclama.  La naturaleza es la farmacia natural, es rica y tiene de todo, ¿verdad?, añade. Cuando le vienen a consultar sobre un problema de diarrea, primero aconseja el té de hierbas; y si no da resultado, la pastilla. Considera que los medicamentos (de patente) también tienen su función en determinados momentos.
D. Poncho estuvo 24 años en el ejército mexicano. Viajó y conoció gentes, ideas, lugares. Todo eso formó un sustrato de base, junto a su creencia evangélica que afectó indudablemente a su visión de la salud, de la enfermedad y de la terapéutica. En ocasiones, recurre a lo escrito en la Biblia para intentar entender hechos y situaciones cuya explicación tradicional no ve clara. Se muestra como racionalista alejado de aspectos relacionados con la mística y la espiritualidad indígenas. Se interesa por los fundamentos biológicos y psicológicos de la salud y la enfermedad. Realiza cursos de actualización y formación. Colabora en la promoción de salud con instituciones como el antiguo INI. A la vez, se muestra atraído por el uso tradicional de las plantas.
Considero interesante la opinión de D. Alfonso pues trasluce una variación en la cultura tradicional zapoteca expresada en la profesión de médico popular, influenciada por la religión evangélica, por tanto eliminando los elementos mágicos de la cultura antigua. D. Poncho sacó una de las veces su Biblia y, colocando su mano derecha sobre ella, me dijo que el mundo había sido creado por Dios y que él había puesto la naturaleza para que nos ayudáramos de ella[1]. Pide a Dios y confía en él para que le inspire y ayude con sus pacientes[2].  D. Alfonso es partero. Atiende a embarazadas locales y de otros pueblos. No le gusta hacerse cargo de parturientas que él no ha seguido. Asegura ocuparse de sus pacientes plenamente, dándoles confianza lo cual repercute en un parto más fácil. Me dijo que se sentía orgulloso habiendo ayudado a venir al mundo a casi trescientos niños en la zona. En muchas ocasiones, le envían casos desde el centro de salud (atención estatal). Cuando hablamos del parto, lo veo muy interesado. Es un gran conocedor. Explica con detalle todo el proceso. Para ayudar, aconseja infusiones de canela y hace andar por la habitación a las que han llegado al final de su espera. Las mujeres zapotecas paren de rodillas. D. Alfonso me dice que en reuniones convocadas por el antiguo Instituto Nacional Indigenista, suele ser tema de discusión el parto. 


-Algunas parteras reciben de retaguardia. Yo recibo de vanguardia, expresa. Resulta mejor así, evita riesgos. Puedes sujetar bien la cabecita y sacar más fácilmente al niño.  El médico zapoteco tiene su técnica particular: Luego de sacarlo, corto el cordón umbilical del niño y ato el cabo a la pierna de la madre con el fin de que no se absorba con la placenta. Así está seguro. Aseamos al pequeño y esperamos a que salga toda la placenta. Uso tés de diferentes hierbas para ayudar a la limpieza total interior


Se siente orgulloso de haber tenido siempre éxito. Insiste en que él sólo se responsabiliza de las mujeres que ha seguido desde el primer día del embarazo. De esa manera se va adaptando a la evolución del mismo sabiendo qué hacer y cómo en el momento del parto. No conocer a la embarazada y no saber de su embarazo supone dar cabida a riesgos, según él. Cuando se le presentan estos casos, si le da tiempo, las recomienda ir al hospital de Villa Alta. D. Alfonso prepara a las futuras madres enseñándoles técnicas de respiración basadas en las tradiciones zapotecas. Les ayuda a alejar el miedo y a minimizar el dolor. Le resulta rara la manera de parir de las occidentales. Piensa que hacerlo de rodillas va a favor de la ley de la gravedad.
El oficio de partera, o partero, siempre fue valorado entre los miembros de las sociedades tradicionales (originarias y mestizas). Generalmente son mujeres las que lo realizan. Veamos qué dice de ellas Luz Pérez Loredo, hablando de la época del Virreinato: 


Una mujer adulta generalmente se ocupaba de atender a la embarazada. La población la llamaba partera, comadre o comadrona, y entre más repetitiva había sido su experiencia de ayudar a dar a luz, mayor habilidad demostraba en su trabajo. Su quehacer era orientar a la embarazada, al esposo y a la familia, cuidar a la preñada, ayudarle a traer al mundo a un nuevo ser y efectuar maniobras para que la madre y su hijo se conservaran en buen estado. La partera ejecutaba operaciones externas para acomodar al producto en posición conveniente, y también realizaba maniobras internas cuando la parturienta presentaba problemas en el nacimiento de su hijo (Pérez, 1992: 167).

Siglos después, parteros como D. Alfonso, continúan la tradición indígena basada en una atención integral, física, psicológica y social.
Dentro de la tipología de los médicos tradicionales, D. Poncho es una muestra de médico indígena con rasgos interculturales: con mayor base tradicional naturalista y con una influencia de creencias relativamente nuevas en el medio indígena mesoamericano..."



[1] Visión transcendente frente a la tradicional visión inmanente de los pueblos indígenas.
[2] Influencia del evangelismo en la profesión de terapeuta tradicional y en el concepto de salud relacionado con lo físico y lo psíquico según un mundo creado por un dios autónomo que entregó la naturaleza al hombre para que la descubriera y dominara.


lunes, 3 de octubre de 2011

TRES TEXTOS EN TORNO A LAS CULTURAS TRADICIONALES MEXICANAS. Por Francesco Di Ludovico

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Concepto mesoamericano de “Frío” y “Caliente”


     En las zonas rurales de México es común encontrar opiniones de la gente sobre el caracter frío o caliente de los alimentos y de las enfermedades. Pese a tales definiciones, estas calidades no tienen valor térmico. El concepto de la dicotomia frío/calor adquirió este nombre por adopción de las palabras hipocráticas usadas por los primeros médicos españoles: ella se fijó fácilmente a la cultura médica de Mesoamérica ya que fue directamente trasladada al concepto dualista allí ya existente (de probable influencia est–asiática). La mayor parte de los estudios conducidos sobre esta polaridad han pausado en aclararar sus aspectos históricos, antropológicos e ideológicos, mientras resultan escasos los que  interpretan su aspecto propiamente médico–biológico. Las conclusiones de estos pocos estudios parecen pero converger hacia la capacidad de los amerindios de discriminar trámite la sensación gustativa la naturaleza “fría” o “caliente” de los alimentos, respectivamente según que estos últimos sean prevalentemente ácidos o dulces/altamente calóricos; mientras botánicamente parece ser la cantidad de agua presente en las plantas y la modalidad de su distribución en el tallo a determinar uno de estos dos caracteres opuestos.
    Considerados “calientes” son: los endulzantes, el cacao, la fruta seca, los alcohólicos y el café, la carne, los condimentos y aromas de sabor deciso, huevos y lácteos. Parece por lo tanto verse un paralelo moderno con la dieta macrobiótica, de inspiración china, donde el caracter taoísta Iang de los alimentos es parcialmente superponible al caliente mesoamericano, mientras que el Inn al frío; así, alimentos “fríos” e Inn son representados por la fruta acídula y por unos mariscos y crustáceos junto al jitomate, patata y pepino. Las plantas oficinales declaradas “calientes” por los amerindios son aquellas caraterizadas por un sabor amargo o fuerte al igual que las secas o urticantes o que sirven para curar las enfermedades consideradas “frías”; ejemplos son: el ajenjo (Artemisia absinthium), las mentas (Mentha piperitacitratasativa), el epazote (Chenopodium ambrosioides), los toloaches/floripondios (Datura/Brugmansia spp.), la semilla de Santa Elena (Abelmoschus manihot), el tabaco (Nicotiana tabacum), el café. Muchas plantas oficinales consideradas, al contrario, “frias” por los amerindios son aquellas turgentes o que nacen en las alturas o que sirven para luchar contra las enfermedades “calientes”; entre estas: la hoja santa (Piper sanctum), el atomate (Physalis philadelphica), el tepescohuite (Mimosa tenuiflora), la siempreviva (Sedum dendroideum), la buganbilia.
   Unas enfermades consideradas “calientes” son: bronquitis, gripe, las infecciones, las que dan inflammación o fiebre; mientras las enfermedades “frías” son representadas sobretodo por aquellas que los Nahuas definian “de origen acuático” (ya que supostas enviadas de parte del dios de la lluvia Tláloc) como los rheumas (que los primeros cronistas españoles llamavan “gota”), el edema, el paludismo, además de helmintiasis (lombrices), cansancio crónico, picadura de insecto y mordedura de víbora.


La leggenda del dono degli dèi.

All’inizio vi furono le divinità primordiali, e il loro pensiero: periodo estatico, momento primigenio di caos; poi: tempo ciclico, dinamicità dello spazio; e suono, colore, materia e vegetazione[1].
Dissero «Terra» —gli dèi progenitori— e bastò perché questa si materializzasse all’improvviso come una fitta nube che cominciò rapidamente a prendere forma. Spuntarono i monti, si formarono vallate e pianure, fluirono ruscelli e si ritirarono le acque del mare.
Le divinità adornarono, poi, questa loro creazione con una moltitudine di piante e animali. L’unione del dio della Terra, Tlazolteotl, con la dea dei fiori, Xochiquetzal, generò Centeotl. Egli fu dio del mais. Ma appena nato fu sepolto nel terreno. Dalla sua capigliatura spuntò il cotone; da un suo orecchio germogliò un seme buono che fu chiamato “testa pelosa”[2]; dall’altro orecchio un altro seme detto “uova di pesce”[3], mentre dalle dita nacque il tubero della patata; dalle unghie il mais di tipo lungo, e dal resto del suo corpo mille altri frutti si dischiusero[4].
In seguito, gli dèi chiesero agli animali cui diedero vita di parlare, di invocare i loro nomi e di lodarli. Ma da questi essi non riuscirono a ottenere che versi ferini: ruggiti, schiamazzi, urla, guaiti, tutto tranne un discorso articolato. Allora i progenitori si dissero: «Non hanno parlato; non siamo riusciti a far sì che invocassero il nostro nome. Questo non va bene». Si rivolsero, quindi, a loro dicendo: «Dobbiamo assolutamente cambiarvi con qualcun altro».
Fecero perciò un secondo tentativo per creare altri esseri che a loro obbedissero, offrissero preghiere e rispetto, nutrimento e memoria. Progettarono di fare un esperimento con la creazione umana. Plasmarono l’uomo dal fango; ma si accorsero presto che non andava bene: si disfaceva, era molle, con la testa rigida, la vista limitata; non era capace di camminare né di riprodursi. Presto s’inumidì nell’acqua e si dissolse. Essi, allora, disfecero questa loro opera.
Ancora regnavano le tenebre in questo mondo primordiale, ma gli dèi avvertivano con urgenza che il tempo dell’alba si stava avvicinando. Pertanto smantellarono in fretta il loro disegno, e nuovamente discussero. Occorreva trovare presto un’altra materia. Si consultarono con gli indovini, e il responso fu di intagliare manichini di legno.
Questi fantocci, dotati di un cuore, furono la prima stirpe sulla faccia della terra. Ma ecco ancora un’umiliazione, una distruzione. Gli umanoidi di legno perirono in un diluvio invocato dal loro scultore, adirato poiché essi non furono in grado di proferirgli parola. Per questo motivo caddero in disgrazia, e contro di loro si ritorse la vendetta anche degli animali, della vegetazione e perfino degli oggetti che essi avevano utilizzato. (Dicono che le scimmie che vivono nelle selve siano i loro discendenti).
I Progenitori dovevano venire a capo del problema. Ancora non splendeva la luce degli astri, ma l’alba pareva adesso davvero imminente; pertanto fu ancora nell’oscurità e con sollecitudine che essi si riunirono per trovare la materia più adatta a formare la carne dell’uomo. Stavolta decisero per il mais. A riferire del luogo ove si trovava il cereale richiesto dagli dèi furono quattro animali: la volpe, il coyote, il pappagallo e il corvo. Anche l’acqua fu implicata nella creazione umana: le divinità creatrici la usarono per formare il sangue dell’uomo. Queste furono le due materie prime che composero l’essere umano.
In tal modo entrò il mais nella creazione umana per opera degli dèi Progenitori[5].
Ci fu, successivamente, un tempo in cui il mais, nascosto agli occhi degli esseri viventi per volere divino, era tutto immagazzinato sotto una grande montagna di dura roccia. A scoprirvelo furono per prime le formiche. Esse riuscirono a scavare una galleria fino al nascondiglio, e cominciarono a portar via il mais caricandoselo sul dorso chicco per chicco. Quando la volpe, curiosa come sempre dei fatti dei vicini, vide le formiche portare quel grano sconosciuto ne rubò loro un chicco per assaggiarlo. Così, poco a poco, altri animali lo scoprirono, e finalmente anche gli uomini vennero a sapere del nuovo cibo. Ma soltanto le formiche continuavano a poterlo raggiungere nel deposito sotterraneo.
Allora gli uomini pregarono gli dèi della pioggia affinché li aiutassero a raggiungere quel magazzino dove era custodito il mais. Tre di questi dèi, a turno, tentarono di far saltare la roccia con le loro saette, ma invano. Così andarono dal loro signore, l’anziano capo degli dèi della pioggia di nome Chac[6], e lo convinsero a cimentarsi lui in questa impresa.
Il vecchio dio Chac accettò e chiamò in soccorso un picchio perché battesse sulla superficie della roccia finché non vi trovasse il punto più vulnerabile. Scoperto il punto di minore resistenza e comandato al picchio di allontanarsi, Chac con tutta la sua forza vi scagliò un poderoso fulmine, e la roccia si spaccò. Una scheggia colpì la fronte del picchio, che non volle mettersi al riparo, ferendolo (è per questo che esso ha ancora un ciuffo di piume rosse sulla fronte). Il calore sprigionato dal fulmine fu così intenso che una porzione del mais, il quale era tutto bianco, si abbrustolì: parte dei grani si rosolò, parte si annerì dal fumo, mentre alcuni chicchi rimasero di colore giallo. Di qui le quattro varietà del granoturco: nera, rossa, gialla e bianca.
Così si traduce in una leggenda maya l’idea che il mais è stato il dono che gli dèi concessero all’uomo quand’egli cominciò ad impegnarsi per meritarlo.
Ancora sconosciuto al vecchio continente, il granoturco era l’epicentro del mondo dei Maya e degli Aztechi. Nutrivano, costoro, nei confronti della terra e dei suoi frutti un amore mistico ed intenso; e tra questi prodotti, il mais ha sempre occupato un posto privilegiato. La milpa, il campo coltivato con tale pianta, era ciò che li teneva più occupati. Insieme agli altri vegetali, il mais si faceva esempio di rigenerazione e simbolo del ciclo e della vita dopo il decesso (elementi tanto cari e caratteristici del pensiero mesoamericano): esso muore dopo la raccolta per poi rinascere dall’humus prodotto dal mais precedente[7]. I Maya lo ritenevano una pianta degna di essere valorizzata; lo adoravano nella nicchia riposta del loro cuore, e nella loro mente vi aveva sempre albergato, fin da tempo immemorabile, un sentimento che faceva considerare sacra la crescita di questo cereale. Ne attribuivano la divinità a un dio bello e giovane, Yum Kaax, rappresentato col capo adorno di foglie di mais e con pannocchie tenute in mano o sorrette nella fluente acconciatura, equivalente all’azteco Centeotl, che fu creatore anche degli altri vegetali. Prima di preparare il campo alla sua semina, essi praticavano il digiuno e una lunga astinenza, e tributavano offerte alle divinità della terra alla cui protezione era rimessa la sorte del raccolto di mais.
Secondo un’altra leggenda, in tempi remoti la dea Cipactónal utilizzava i chicchi del mais per divinare il futuro, pronosticare il decorso delle malattie e fare incantesimi. Primordiale pianta simbolica dell’umanità e della civilizzazione, il mais non solo dunque si convertiva miticamente nella carne dell’uomo, ma rappresentava anche gli effetti vantaggiosi del mondo vegetale e la possibilità di beneficiarne attraverso la conoscenza.
I Maya attuali parlano tuttora del granoturco con reverenza, chiamandolo “Vostra Grazia”; lo considerano il dono più alto degli dèi all’uomo, e che perciò va trattato con umiltà e rispetto. Anche oggi fanno di questo cereale la maggior parte del loro nutrimento: lo mangiano tutti i giorni dell’anno, e se il raccolto va loro male non hanno nulla da mangiare.
Alimento basico e universale, fondamento dell’economia, il mais nei villaggi rurali messicani era preparato come oggi: se ne cuociono i chicchi, e la massa ottenuta viene poi pestata su una lastra di pietra vulcanica con una mola cilindrica (metate). Quando è spianata a mo’ di focaccia, prende il nome di tortilla; mentre avvolta in cartocci di foglie di granoturco, condita con carne e cotta al vapore, la pietanza si chiama tamal.
«Le donne, con ventole di giunco, attizzano il fuoco che sonnecchia tra le pietre del focolare, poi, inginocchiate davanti al metatl di pietra vulcanica cominciano a macinare il mais. Il lavoro quotidiano comincia col rumore sordo dei mortai: è stato così da millenni. Un po’ più tardi si udirà il battimano ritmato che fanno le donne schiacciando tra le palme, a piccoli colpi, la pasta di mais per confezionare tamales o tortillas»[8].
Ma il mais non è che una delle tante piante che il conquistatore lontano ignorasse.




[1] Questa è, in estrema sintesi, la cosmogonia maya. Si noti come per i Maya i concetti di spazio e di tempo non erano separati: costoro consideravano, infatti, il tempo come un’eterna attività dinamica dello spazio, un trascorrere ciclico in cui ogni cambiamento — inclusi i cambiamenti dell’uomo — obbedisse alla stabile legge del movimento periodico del Sole; concezione che, nella base, è affine a quella di spazio–tempo della moderna teoria fisica della relatività.
[2] Amaranthus hybridus, chiamato Bledo Quelite in spagnolo messicano.
[3] Argemone mexicana, chiamato in italiano Papavero messicano o Papavero spinoso, Chicalote in spagnolo messicano e Chicálotl in lingua nahuatl.
[4] Mito azteco che narra la germinazione dei vegetali. Centeotl, dio azteco del mais, è un nome composto di centli, mais (o pannocchia, in senso lato), e teotl, dio o Signore. Cogliamo quest’occasione per ricordare che il mais odiernamente conosciuto non è il medesimo che coltivavano gli antichi popoli amerindi. Quello attuale è, infatti, il risultato di numerosi incroci creati dall’uomo in centinaia di anni con lo scopo di ottenerne una specie più produttiva; il prodotto primo d’ibridazione, la cui spiga e i cui grani erano molto più piccoli di quelli del mais propriamente detto, si ritiene derivato da due piante erbacee: una che nell’antichità centroamericana si chiamava “teosinte” (Euchlaena mexicana; detta teocentli in nahuatl, vale a dire “pannocchia divina”) — peraltro ancora esistente — e l’altra di genere Tripsacum o di diversa specie di teosinte.
[5] Passo liberamente tratto dal Popol Vuh, il massimo testo religioso dei Maya Quiché.
[6] Chac, divinità maya della pioggia, è l’equivalente dell’azteco Tláloc.
[7] «Il mais e le piante nascevano ad ovest nel giardino occidentale di Tamoanchán in cui risiedono le divinità terrestri, fonti di vita. Intraprendevano un lungo viaggio sottoterra — il viaggio della germinazione — invocando gli dei della pioggia perché guidassero il loro cammino; infine spuntavano all’est, regione del sole levante, della giovinezza e dell’abbondanza, il «paese rosso» dell’aurora […]. Venere, stella del mattino, nasce a est, poi scompare per ricomparire, stella della sera, a occidente. […] Il suo nome divino è quello di Quetzalcóatl […, che] è sceso sottoterra […] per cercarvi le ossa degli antichi morti e farne dei viventi […]. Così la natura e l’uomo non sono votati a morte eterna. Le forze di resurrezione sono all’opera: il sole riappare ogni mattino dopo aver passato la notte «sotto la pianura divina» […]; Venere muore e rinasce; il mais muore e rinasce; tutta la vegetazione, colpita dalla morte nella stagione della siccità, spunta più bella e più giovane ad ogni stagione delle piogge, come la luna si cancella dal cielo e ritorna seguendo i tempi delle sue fasi. La morte e la vita non sono che due aspetti della stessa realtà: fin dall’epoca arcaica i vasai di Tlatilco modellavano un doppio viso, metà di vivente, metà di scheletro, e questo dualismo si ritrova in un’infinità di documenti. Forse nessun popolo nella storia è stato angosciato come i Messicani dalla presenza formidabile della morte, ma per essi la vita era generata dalla morte come la pianticella del grano decomposto nella terra». Soustelle J., La vita quotidiana degli Aztechi, EST, 1997, pp. 147–149.
[8] Soustelle J., op. cit., p. 166.

Il linguaggio dei fiori precolombiani.

Nel Messico antico, come espressione fondamentale della natura, la flora possedeva numerosi impieghi ed era pregna di significati distinti. I fiori rappresentavano gli dèi, la creazione, l’uomo, il linguaggio, la poesia, il canto, l’arte, l’amicizia; insieme alla giada e alla piuma del quetzal, erano sinonimo di  “incantevole” e “prezioso”. Simbolo di ciclo e di rinascita, le piante evocano la vita dalla morte.
Che la flora fosse foriera di significati era esplicitato in Mesoamerica sin dai tempi remoti. Infatti, già la più antica illustrazione della vegetazione, considerata quella dell’affresco murale di Tepantitla, mostra il profondo carico allegorico delle varie specie botaniche dipinte, nonostante la loro stilizzazione arcaica, e lo fa accanto alla raffigurazione di scene di felice vita ideale. L’intero murales, così intessuto di gioia e simbolismo, si suppone, infatti, essere la rappresentazione di Tlalocan, il Paradiso terrestre.
Nell’àmbito del senso, la flora offriva un’ampia panoramica di significati. Il termine “fiore”, xóchitl in lingua nahuatl, si usava per riferirsi all’eloquenza, alle parole ben dette e ricercate; era parte di molti termini: ad esempio xochílhuitl era la “festa dei fiori”; e realizzava la metafora della preziosità: famosa è l’endiadi in xóchitl in cuícatl, ossia “parola e fiore” usata per indicare il concetto di poesia, di termine elegante o di canto raffinato.
Ricorrente nella simbologia maya, tra i tanti esempi di fiori, quello della ninfea alludeva al mondo acquatico ovvero all’Aldilà, ma molte erano le specie floreali grevi di simbolismo. Molteplici furono i loro usi: medicinale, alimentare, decorativo, sacro, simbolico, energetico, divinatorio. Alcuni fiori costituivano, infatti, un tipo di gradita offerta per gli dèi, altri servivano per adornare ambienti o vestiti in occasioni importanti, altri ancora insieme a parti della pianta da cui sbocciavano erano utilizzati a scopo curativo, alcuni designavano gerarchie sociali, e “fiore” era un segno calendaristico.
Non solo visti come inanimati vegetali, i fiori e le piante erano —e sono tuttora— considerati entità superiori, compagni silvestri, doni divini, esseri cari; ecco perché prima di divellerli dalla terra materna, i popoli amerindi chiedono venia agli dèi per l’erbale sacrificio con preghiere ataviche e silvicoli rituali.

Fitonimia e fitotassonomia mesoamericane delle piante officinali.

Come espressioni tipiche di un’etnia aborigena, la nomenclatura e il sistema tassonomico delle piante sono inscritti nel contesto culturale di quel popolo: per la loro realizzazione vengono pertanto presi in considerazione molti aspetti delle conoscenze popolari. Nel caso degli originari messicani, il processo fitonimico e quello di sistematizzazione dei vegetali erano articolati e precisi.
La popolazione mesoamericana degli antichi Nahua e quelle ad essa limitrofe svilupparono, infatti, un raffinato sistema per classificare le loro piante: cominciavano caratterizzandole con l’aspetto più macroscopico e terminavano con gli eventuali caratteri minori. Innanzitutto, classificavano il regno dei vegetali in due “raggruppamenti–divisioni”: quauh, legnoso (alberi, arbusti), e xiuh, erboso (piante erbacee, verdure); la successiva ripartizione prevedeva quattro “classi” secondo la funzione principale della pianta: quilitl, pianta alimentare, patli, erba curativa, xóchitl, pianta da fiore, e mecatl, albero di liana. La seguente caratterizzazione in “ordini–famiglie” era effettuata secondo il profilo generico (solitamente morfologico di tipo botanico) della pianta: ad esempio camotl, tubero. L’ultima suddivisione in “genere–specie”, che quasi sempre assegnava il nome definitivo alla pianta, veniva proposta descrivendo del vegetale da classificare le particolarità dei costituenti o dei caratteri curativi o geografici, come vedremo più avanti.
Le piante medicamentose erano di fatto dette xiuhpatli, dove il sostantivo nahua xiuh significa “erba” e l’aggettivo patli “curativo”: tale denominazione si sovrappone proprio a quella odierna di “pianta medicinale”. Per chiamare, poi, tali erbe, le remote popolazioni amerindie le classificavano in una maniera simile a quella attuale. Infatti, come la definizione botanica latina è binomiale, gli autoctoni precolombiani davano alle piante un doppio nome: oggi il primo di questi indica il genere e il secondo la specie, mentre nell’antica Mesoamerica entrambi andavano a costituire un unico termine composto.
L’uso di –patli come suffisso —col significato, quindi, di “rimedio”[1]— era la forma più frequente per designare che una pianta possedeva le virtù curative a favore di ciò che era specificato nel primo lessema della parola: così, ad esempio, l’erba Cihuapatli, composta di cihuatl, “donna”, e patli, è la pianta “che cura la donna”. Un modo simile, per denominare le piante officinali era quello di dichiararne gli effetti terapeutici: così axix, che significa “diuresi”, andava a formare il nome della pianta Axixpatli indicando che quell’erba è “rimedio diuretico”. Un eventuale limite a siffatto criterio terminologico consisteva nel rischio che piante che condividevano le stesse proprietà curative si vedessero attribuire il medesimo nome; ma ciò avveniva assai di rado, poiché la loro nomenclatura si poteva realizzare tramite un altro sistema.
Un ulteriore metodo, per chiamarle, consisteva infatti nell’avvalersi della descrizione di una caratteristica saliente delle piante, come il colore, il sapore o la consistenza del loro frutto, la morfologia del loro fiore, la provenienza o l’habitat endemico ecc. In tal modo le tepetl sono le piante “montane”; quelle che terminano in –tzápotl hanno “il frutto dolce”, come il Cochitzápotl, dove cochi è “sonno”, che è pertanto la pianta “dal frutto dolce che induce il sonno”; e analogamente lo Yolloxóchitl, dove yóllotl significa “cuore” e xóchitl “fiore”, è la pianta “dal fiore a cuore”.





[1] Alcuni Autori hanno voluto conferire a questo suffisso la medesima valenza semantica dell’aggettivo latino tassonomico specifico officinalis, omettendo però la vaghezza di quest’ultimo: esso esprime, infatti, che la pianta dichiarata “officinale” è dotata di proprietà curative, ma il termine del genere botanico cui si accompagna non designa ciò per cui quella pianta è impiegata; questo fatto non avviene nell’antica nomenclatura centroamericana, poiché patli come elemento suffissale è sempre unito alla specificazione dell’effetto della pianta o dell’oggetto per cui questa è indicata. È in qualità di aggettivo, invece, che il significato di patli può essere assimilato a quello di “officinale” o, ancor meglio, di “medicinale”.